La virgen era
de cristal de roca, aunque algunos la veían de jade verde, cuarzo rosa, jacinto
o calcedonia, según fuera la cualidad de su alma. El viejo ermitaño que
guardaba la entrada de la cueva tan solo les dejaba pasar de uno en uno, y a la
salida les preguntaba sobre lo que habían visto.
—Era esbelta
y hermosa, de olivino —decía una maestra de mediana edad.
—Era de
turquesita, con el niño en los brazos —describía un ferroviario en paro.
—Una imagen
magnífica, de oro puro. ¿Por cuánto me la vende? —preguntó un acaudalado hombre
de negocios. Ni que decir tiene que no hubo trato.
Hasta que un
día, un viejo minero jubilado, salió contando que era de carbón, tan pulida que
parecía de ébano. Las lágrimas le corrían por las mejillas al recordar los años
sirviendo bajo tierra, a los amigos muertos en el pozo y a su abuelo, cuando él
era un mocoso y el mineral se extraía con pico y pala.
Regresó al
día siguiente con una lamparilla que depositó a los pies de la bendita imagen,
para que no estuviese a oscuras en las entrañas de la tierra. Y ella lloró
diamantes que le cayeron en el hueco de las manos y que le permitirían vivir
sus últimos años con dignidad, en compañía de sus hijos y nietos.