A mediodía, encontré en el buzón una carta en cuyo anverso podía leerse:
Este sobre está lleno de sueños que se cumplen.
¡Lástima que al final tan solo se tratara de un anuncio de un préstamo personal!
A mediodía, encontré en el buzón una carta en cuyo anverso podía leerse:
Este sobre está lleno de sueños que se cumplen.
¡Lástima que al final tan solo se tratara de un anuncio de un préstamo personal!
Tus palabras aguardan dormidas, soñando con las canciones que tejerán cuando se despierten.
Héroes del Silencio. En brazos de la fiebre.
Hace poco me comentaron que cuando los ancianos pierden la memoria, de lo último que se olvidan es de las canciones. Hemos tenido ocasión de comprobarlo hace unos días, con una persona muy querida. Esto me hace agradecer una vez más la existencia y el buen oficio de los trovadores, y bendecir por enésima vez su «maravillosa inutilidad».
Unas de las primeras maestras que me mostraron el cariño y el mundo, la palabra y la música: la Belleza, desde mis primeros días, fueron sin duda las canciones de mi madre. Años más tarde, fueron ellas también quienes me enseñaron a escribir poesía antes de que supiera escribir.
Si el día que sea viejecita y «se me vaya la olla», aún conservo el perfume de una rosa o de las hojas de la hierbabuena, si aún vive refugiado en mis neuronas sitiadas algún retazo vocal-auditivo de emoción, de hermosura, quizás no esté todo perdido. Quizás haya esperanza.
En los momentos más sombríos, me asalta a veces la sensación de que no hay un lugar para mí, ni en el mundo físico ni en el virtual. Como para desmentir tal percepción, por lo demás completamente subjetiva, me encuentro en ocasiones con escritores, a quienes en justicia he de llamar amigos, que me han hecho un hueco, un rinconcillo donde descansar de la hostil intemperie, en sus mundos de letras, algunos de los cuales he tenido el honor y el privilegio de acunar en mi regazo antes de que vieran la luz. Mary-Luz Castro, en sus Cartas desde la azotea; Santiago Gallego, en sus Seis piezas de LIJ; algunos otros cuyas obras aguardan pacientemente a ser publicadas… El último de estos regalos que me ha llegado me lo ha hecho J. E. Álamo en su novela Penitencia. Cierto que lleva ya un tiempo publicada, y que una hadita buena me había adelantado en su momento estas líneas entrañables, pero no es lo mismo verlas impresas, ¿verdad?. Un poco sonrojada, las transcribo aquí del ejemplar que ha anidado hace poco en mi casa bajo las estrellas:
«A Mª Isabel Redondo porque en su día, tras leer la primera versión de Penitencia, me dijo que yo era capaz de hacerlo mucho mejor. Lo he intentado, Isabel, y si no lo he conseguido, no ha sido culpa tuya».
¡Gracias, Joe!
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Amante de abril y mayo,Yo voy diciendo los nombres de los colores.
moreno de mi pasión,
te llevo como a caballo
clavado en mi corazón.