Escrito por el placer de escribirlo
Ella sabía leer en Braille. Él sabía leer en tinta. Pero, desde hacía algunos años y gracias a la tecnología, ambos compartían los mismos archivos informáticos: Millenium, La elegancia del erizo, La ladrona de libros, La soledad de los números primos, Soy un gato, La insoportable levedad del ser…
Ella sabía leer en Braille. Él sabía leer en tinta. Pero, desde hacía algunos años y gracias a la tecnología, ambos compartían los mismos archivos informáticos: Millenium, La elegancia del erizo, La ladrona de libros, La soledad de los números primos, Soy un gato, La insoportable levedad del ser…
Vivían en una torre altísima, cerca de las estrellas cuyos hermosos nombres él le enseñaba con paciencia. Rincón acogedor. Un universo ordenado para ella, donde los centímetros eran su brújula, refugio compartido que construyeran a partir de una ruina herencia de sus antepasados.
Le gustaba mirarla mientras trabajaba. Volaban sus manos sobre el teclado en pases mágicos, y las palabras del inglés o el francés se vertían al castellano con la misma facilidad con que cantan los niños. Eso percibía él, por más que ella le asegurara que todo el tiempo tenía que estar consultando diccionarios y referencias.
Obsesionado por la luz, que desde siempre había condicionado en gran medida sus estados emocionales, él fotografiaba y pintaba, tratando de captar la maravilla inaprehensible de la vida. «A veces, el secreto del mundo se oculta en un rayo de sol que da de lleno en un vulgar cubo de agua», aseguraba.
A falta de hijos físicos, concibieron entre los dos un libro. Ella puso las palabras, que no eran prosa ni poesía pero que resultaron capaces de decir mucho más de lo que permitía la simple lógica. Por su parte, él aportó las imágenes, trozos de realidad que sugerían mundos enteros. Una obra digna que, a falta de padrinos, terminó en las estanterías de los amigos del alma, sin reconocimiento universal pero mimada como una princesa.
Nada hubo en su vida de extraordinario, porque lo extraordinario era para ellos el día a día. A la hora de salvar abismos, se afanaban en tender puentes con sus manos, con su cuerpo o con su alma, con cuanto fuese necesario para salvaguardar su nido de intimidad gozosa.
Mas cuando vino el dolor, las lágrimas de ella estimulaban las de él y viceversa. Se retroalimentaban, amplificándose como la luz coherente de un láser. Optaron por la separación para no destruirse.
Y, pese a la distancia, sus mundos permanecieron siempre conectados.
En el pequeño cementerio que baja hasta el mar en ladera de hierba hay, sobre una sencilla tumba gris, una pequeña placa de bronce en la que puede leerse, en código de ciegos y videntes:
Manuel Zúñiga y María Amparo del Val
Donde confluyen los idiomas del alma
Ay, Mir. Cuánto amor acabas de retratar.
ResponderEliminarGracias, Tali. Es un texto inventado, escrito por el placer de escribirlo, casi de forma automática, dejando que una frase me llevara a la siguiente.
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