Juraría que la funeraria La Soledad, ante la cual pasábamos a veces cuando los padres nos llevaban de paseo por el centro, y que en cierto modo me tenía fascinada, era menos gris que esto.
El color arena de las mesas me recuerda a mi primer viaje, quizás con destino Bilbao.
Todo es suavidad, no hay vibración.
El silencio amortigua, como una manta gris, una conversación en castellano y otra en árabe.
Parto con sol. Me duermo. Al despertar, las nubes se han adueñado del cielo y han cubierto el mundo.
¿Por qué esta tristeza de lluvia anunciada no se quedó ahí atrás, pegada a los raíles?
No hay coordenadas que me asistan; naranjas son los hitos que me anclan al mundo.
Estaciones grises, vastos espacios impersonales dominio de los ecos, brillo marmóreo, cristalino, metálico…; largas caminatas, rampas, ascensores, escaleras… Es el precio que tenemos que pagar por el abrazo del encuentro, por la energía verde clorofílica de la autonomía y la libertad.
Deo gratias.
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