El ángel despertó. Extendió sus alas nacaradas y las movió dos o tres veces para desentumecerlas. Enseguida, el alba comenzó a teñir de azul el interior de la iglesia en ruinas, señalando el inicio de su jornada de trabajo.
Con la redoma en la mano, se dirigió al ventanal de la izquierda del ábside. Sin duda el maestro vidriero que lo había fabricado conocía bien su oficio pues, cuando la luz solar atravesaba sus cristales de colores, adquiría una cualidad única que invitaba a la oración y al recogimiento. Y algo más.
Fundidas en transparencia con el oro, rubí, lapislázuli, esmeralda, púrpura… que se desprendían de aquel esmalte luminoso, venían las precisas frecuencias matemáticas que predisponen el ánimo hacia estados de armonía. Y el ángel vendimiaba aquellas semillas de alegría y esperanza y las guardaba con cariño de hortelano en su matraz panzudo como un balón.
Cuando la luz del sol giró midiendo el tiempo de los hombres y dejó de incidir sobre la pared este, el ángel emprendió el vuelo hacia aquella ciudad donde siempre es de noche. Y voló de farola en farola, cual mariposa actínica, fecundando la luz desnutrida de las lámparas de bajo consumo que intentan, sin lograrlo, iluminar sus calles.
Una vez hubo acabado de fumigar los árboles de Edison, regresó a la vieja iglesia bañada por la luz de la luna, se encaramó al ventanal de la izquierda del ábside y se fundió con la vidriera a la que pertenecía, para pasar la noche.
Muchos se preguntan cómo es posible que las gentes de las ciudades del norte no mueran de tristeza durante los seis meses de oscuridad.
Te superas, Mir.
ResponderEliminarMuy bueno.
Un abrazo.
Sí, día a día me supero... ¡en kilos!XD
ResponderEliminarMil gracias, Tali.