Ya
no sé dónde está tu sepultura, Tomás de mi alma. Porque en el camposanto, las
letras de las inscripciones bailan cuando una intenta leerlas, se ven borrosas
y se revuelven entre ellas. Por las noches, las lápidas se cambian de lugar
unas con otras, como si estuvieran jugando a las cuatro esquinas. Por cierto
que deben de hacer un ruido del demonio, pero nadie confiesa haberlas oído.
¿Dónde, pues, estarán tus viejos huesos? ¿Descansarán en paz como siempre nos
aseguraron o jugarán también de tumba en tumba, intercambiándose con los de
vaya usté a saber qué otros difuntos? Y tú, ¿estarás en el Cielo o también
andarás bailoteando del Paraíso al Infierno con circulación sin parada en el
Purgatorio? Le he preguntado a don Anselmo, el cura, y dice que no piense
tanto. O a lo mejor no hay nada, como porfía el ateo del Alfredito, y entonces
la muerte es como caerse a un pozo sin agua que no tiene fondo. Como apagar la
luz. ¿O es que ha llegado el fin del mundo, cuando todo hijo de vecino va a
resucitar?
Pero a ver,
Tomás, hijo, ¿dónde te pongo yo las flores?. Claro que a lo mejor no importa y
esta noche se ponen a correr de acá para allá y se quedan a hacerle compañía al
muerto que les dé la gana.
Mira que si
voy a empezar yo ahora con el Alzheimer, como la Paca, la de la señá
Elvira... Pero espérate a ver, que por
ahí viene la Anastasia, toda nerviosa agitando el ramo de claveles y colorada
como un pavo:
—¡Si estaré
tonta…! ¡Que no encuentro la tumba del Cipriano!
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