A
ella se le pusieron los ojos violetas, y él besó cada uno, como besó cada una
de sus lágrimas de nostalgia por un lugar en donde nunca había vivido. Fue y le
alquiló una casa con blancas galerías de cristal en aquella encrucijada de
caminos de lluvia por la que suspiraba su corazón. Y allí la dejó, al cuidado
de una monjita de hábito gris que hiciera voto de silencio y servidumbre por un
año.
Tras las
largas visitas a la catedral de piedra por escaleras interminables, la
hermanita trataba de curarle la melancolía con dulces de canela, y por las
noches la arropaba bajo el edredón estampado de rosas.
Cuando él
regresó al fin, fue para ella como abrir los regalos la mañana de Reyes.
Él sabía.
Sabía que muchos rasgos saltan una generación. Sabía que en el diario del abuelo
de su esposa estaba escrito: «Llevadme a los Prados Hondos para que pueda
llorar».
¡Qué bien sienta leerte, Mir!
ResponderEliminarUn beso.
Muchas gracias, Tali. Estás en tu casa.
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