Olvidó su nombre. Desde la foto de su DNI, igual que en el espejo de por las mañanas, le sonreía una señora mayor que no era ella. Habían quitado de la plaza aquella fuente de beber cuya agua sabía a lapicero y la habían sustituido por una de adorno, de esas modernas sin gracia ninguna: solo acero y cemento. Claro que su casa tampoco era su casa, como ocurre en los sueños. No obstante, en las horas de insomnio, el reloj de la iglesia seguía acunándola con sus campanadas de toda la vida. Su colonia continuaba oliendo a lilas. Y los días de lluvia, el paraguas de Andrés, su difunto marido, la amparaba en un manto de seguridad.
Dulce y triste a la vez.
ResponderEliminarEl paraguas del amor y el cariño siempre nos protege de la lluvia.
Cuánto echaba de menos leerte!
Un beso.
Gracias, Tali. Ojalá lleguemos a viejas con la memoria razonablemente intacta.
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