Para Cristina
Tenía una canción para llorar. Tan hermosa, que hasta el mundo y la
luz de la tarde lloraban a la par de la niña. Y las benditas lágrimas la alzaban
a una cima secreta sobre los valles donde la niebla duerme.
Un mal día —deseaba desvelar el misterio—, la separó en capas
como si fuera una cebolla y las analizó bajo el microscopio electrónico que le
habían echado los Reyes. Se adueñó así de cada compás, de cada corchea, de cada
bit de sonido. Y la canción fue suya, y la cantó con toda el ansia y la alegría
del alma.
Ahora, al cribar su tristeza, no encuentra los diamantes de las
lágrimas.
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