Te esperaba el mundo. Con ansia, los sembrados y los caminos polvorientos, el páramo y la estepa. Las cumbres se estiraban, anhelando alcanzar con sus cimas nevadas el ruedo de la estrella de Belén. Te aguardaba en tiniebla el océano ignoto. Te esperaba sin más el corazón baldío, como un cordero huérfano perdido en la inmensidad de la tierra. Y por Ti el silencio se volvió fecundo, semilla y nido y útero donde cabía el amor, ánfora para lágrimas y lámpara de barro para la pobre llama temblorosa, debilidad y fuego, del alma humana.
¡Ven, oh Señor! ¡Ven, Salvador!
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