No puedo menos que crear esta nueva sección, en vista del último texto que me ha pasado mi padre, Fernando Redondo Rivas. Todavía emocionada, tras aplicarle un mínimo tamiz, lo transcribo aquí, con mi cariño y admiración.
Don Néstor fue mi primer maestro, cuando pasé de la escuela de la Srta. «Domi» al Grupo Escolar Miguel de Cervantes, las «escuelas nuevas», como se las conocía vulgarmente en el barrio de Las Delicias.
Don Néstor daba clase en el 4º grado (entonces no se llamaban aulas). Una tarde de verano, se preparó una tormenta, con gran aparato eléctrico y fuertes truenos. Nos dijo el maestro que no había nada que temer, pues el colegio estaba protegido por media docena de pararrayos instalados en el tejado, y que mediante un cable trenzado de acero (que bajaban por la fachada del edificio hasta meterse en el suelo, todos los habíamos visto), caso de caer un rayo en alguno de los pararrayos, este conduciría la descarga eléctrica a tierra y no pasaría nada.
Aprovechó la ocasión el maestro, y nos contó que estando en su casa un día parecido a este, con una gran tormenta, desde la ventana vio caer un rayo en el parque del Campo Grande. Cuando escampó salió de casa, cruzó la calle y se metió en el Campo Grande. (Don Néstor vivía en el Paseo de los Filipinos esquina con el Paseo del Arco de Ladrillo, frente a la puerta del Paseo del Príncipe). Hacía extraordinario, el chaparrón había hecho descender la temperatura; en el interior del Campo Grande olía a tierra mojada y a toda la floresta que hay en este parque. Iba don Néstor, aparte de dar un paseo, a ver si localizaba dónde había caído el rayo. Lo encontró: era un gran ejemplar de pino o secuoya. A todo lo largo del tronco, desde la copa hasta el suelo, tenía un reguero quemado. Al pie del tronco, donde terminaba el reguero chamuscado, estaba cavando con un azadón un jardinero. Después de saludarle, le preguntó don Néstor: «¿Qué está usted haciendo, buen hombre?». «Buscando el rayo —le contestó el jardinero—, mire usted cómo ha bajado quemándolo y se ha metido en la tierra». Don Néstor sonrió ante la simpleza del jardinero, pero como buen maestro que era, le explicó al buen hombre que dejara de cavar, pues no iba a encontrar nada. Al igual que nos lo había contado a nosotros, se lo contó a él: el rayo era una descarga eléctrica, que provenía de las nubes, y había descargado por el tronco del pino a tierra; no era ni un trozo de hierro al rojo vivo con forma de flecha, como pintaban en los T.B.O, ni una tira de granito incandescente.
El jardinero quedó satisfecho con la explicación del maestro; no había tenido la suerte, como nosotros, de haber ido a la escuela. Don Néstor se fue dando un paseo para su casa, contento con haber contribuido un poco a quitar algo de lo que ignoraba el buen jardinero.
Felicidades para tu padre, querida Mir.
ResponderEliminarEl que nace con vocación de maestro, la tiene para cada momento de su vida, jejeje! Para ellos es un placer "enseñar la lección", y para el alumno improvisado, una enseñanza que recibida con humildad, queda para toda la vida.
ResponderEliminarIntuyo que tu papi tiene ese halo de enseñar, a que sí? Buen cuento!
A mí me lo vas a contar, que soy maestra :-)
EliminarOh, no es un cuento en sí, sino una anécdota que mi padre escribió para mí y que yo me limité a transcribir, como digo en la introducción. Pero sí es cierto que él todavía conserva un poquito de esa magia que tienen la mayoría de los padres cuando sus hijos somos niños.
Gracias por leerlo y por comentar.
Un beso.