Hace dos años, compré en un hipermercado un rosal chiquitín con tres rosas de juguete que enmarcaron una ausencia. De fondo, versos de nanas escondidas que cantaban los chopos con música de agua. Ha tenido que pasar todo este tiempo para que volviera a florecer. Un tesoro, la mínima expresión de un jardín en la mínima expresión de un balcón. Ahora que aprendo de nuevo que la dulzura de la ausencia reside en la esperanza del reencuentro, que ni el espacio ni el tiempo existen cuando un hilo invisible —ese río subterráneo que comunica todas las fuentes— une los corazones.
Como la vida misma, Mir. Pero sabes ¿qué? No estés triste,amiga -salvo que esa dulce tristeza te haga buena companía-, pues el "reencuentro" con los mismos, si se desea bien, está siempre a la vuelta de la esquina, a cualquier kilómetro de la vida, esperando para sorprendernos con una experiencia mejor y más tranquila. Es como el buen guisado, reposado sabe mejor...
ResponderEliminarOlga
Florecer es vivir y vivir es conservar la esperanza. Merece flores quien las cuida. Un abrazo
ResponderEliminarJoe, esa rosa de pitiminí es totalmente inmerecida: yo no las cuido: mis plantas mueren por falta de riego (justo lo que yo me temía que le pasara a este blog, cuando andaba pensando en crearlo). Por eso esta rosita es un regalo.
ResponderEliminarGracias, Olga. Ya digo que el espacio y el tiempo son mentira, en estas cuestiones...
ResponderEliminarHermoso, Mir.
ResponderEliminarEse hilo invisible que une a los corazones amigos nunca se rompe. Aun cuando estos dejan de existir.
Un abrazo.